Desde siempre la Cuaresma ha tenido un marcado carácter restrictivo, de penitencia y ayuno. De hecho, la palabra carnaval y su sinónimo carnestolendas (tiempo que precede a la Cuaresma) proviene del latín ‘dominica antes carnes’, literalmente, el domingo antes de quitar la carne.
Durante siglos la gastronomía de esta época se ha basado en los salazones de pescado, los potajes de verduras y las legumbres carentes de proteínas cárnicas. El pescado solía ser arenque, abadejo, congrio o bacalao, y en ocasiones se mezclaba con hortalizas, judías y garbanzos.
Pero, el símbolo tradicional de este tiempo penitencial siempre ha sido el bacalao, y no es casual que a principios del siglo pasado la imagen de la Cuaresma se representara por una vieja de andares inclinados bajo cuyas faldas aparecían siete pies -uno por cada semana de penitencia- que llevaba en la mano una buena pieza de bacalao.
De vigilia o monacal, ambos con espinacas, patatas y huevos duros, dos acepciones de la misma receta; pavías de bacalao rebozadas y crujientes, tan típicas de Madrid y del sur peninsular; en buñuelos o tortillitas andaluzas; a la purrusalda con bacalao y arroz del País Vasco; el que preparan con alcachofas y guisantes en Cataluña o los propios de la capital del Reino (el llamado a la madrileña o el que va con patatas).
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